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Desde México hasta Avondale y Wilmington, Rogelio Zavala ha construído una vida de creatividad

El alambrista vive en esta zona desde hace 37 años y con su esposa ha criado a cuatro hijas, todas ellas artistas y artesanas como él.

Rogelio Zavala busca en la caja de materiales recuperados que utiliza para crear su arte. Hace 37 años, Zavala se mudó de México a Avondale, Pensilvania y luego a Wilmington, Delaware donde él y todas sus hijas crean artesanías y arte.
Rogelio Zavala busca en la caja de materiales recuperados que utiliza para crear su arte. Hace 37 años, Zavala se mudó de México a Avondale, Pensilvania y luego a Wilmington, Delaware donde él y todas sus hijas crean artesanías y arte.Read moreEmma Restrepo

Tres constantes han dado forma a la vida de Rogelio Zavala: la familia, el trabajo duro y la devoción por crear cosas bellas a mano.

Zavala, oriundo de Guanajuato, México, llegó a Avondale, Pensilvania, en 1985 para trabajar en las granjas de hongos de la zona. Al poco tiempo, se mudó a Wilmington, Delaware, en busca de mejores condiciones de trabajo y se instaló en una pequeña casa de esquina en Armstrong Avenue, donde aún vive y trabaja en sus creaciones, en la mesa de la cocina, a veces en su taller.

Zavala es un alambrista, es decir, un artesano que trabaja con alambre para producir un tipo de artesanía común en muchos países latinoamericanos, con trabajos que van desde la joyería hasta esculturas de mesa.

En México, Zavala trabajó y estudió desde muy joven. “La escuela era gratis, pero había que comprar los materiales”, dijo. “Y aunque mi papá trabajaba para el gobierno en construcción, el dinero no alcanzaba. Un día me cansé de estudiar y trabajar al mismo tiempo” y así fue como siendo muy joven, ingresó a la fuerza laboral tiempo completo.

Trabajó en muchos lugares y haciendo diferentes cosas. En particular recuerda su trabajo en una famosa fábrica de chocolates donde conoció a su futura esposa, Laura Hernández. Zavala estaba terminando su turno de noche cuando ella llegó llorando porque un hombre la seguía. En una semana, ya era su novia. “Fue por casualidad del destino”, dijo, y luego sonrió. “Trabajo rápido”.

Después de casarse, vivieron en la colonia Roma en Ciudad de México y aunque Zavala probó diferentes trabajos, no encontraba la estabilidad económica para su joven familia. Recurrió incluso al arte con alambre para llegar a fin de mes, pero ni siquiera eso fue suficiente. Hasta que la mamá le sugiere migre “al norte” en busca de un mejor futuro.

Nos contó que en ese momento el dólar estaba a 12 pesos y “cruzar la frontera [en ese entonces] costaba 1.500 dólares” dijo. “Me pagaban cuatro pesos la hora [en mi trabajo]”. Así que su mamá fue quien pagó un coyote para que cruzara la frontera.

Una vez en Estados Unidos, pasó más de 10 años yendo y viniendo entre Wilmington y Ciudad de México para ver a su familia. Las primeras veces hizo el viaje sin autorización, pero luego llegó la amnistía ofrecida por la Ley de Reforma y Control de 1986 y las cosas mejoraron.

Zavala recordó que antes de la reforma migratoria solo se veían hombres en las calles de las zonas latinas de Wilmington, pero en la década de 1990 “las calles se llenaron de risas y movimiento con la llegada de hijos y esposas”.

Aunque Zavala había estado enviando dinero a México para su esposa y sus cuatro hijas, las cosas no eran fáciles. Las niñas iban a la escuela y trabajaban una vez terminaban clase. “Vendíamos café y pan en las mañanas; almuerzos al mediodía para la gente que trabajaba en la construcción; y después de la una de la tarde, vendíamos comida para los negocios del barrio”, recordó Hernández Zavala. “A las 5 p.m., salíamos a vender quesadillas a la salida de una escuela secundaria”.

En oleadas, en 2007, la reunificación familiar comenzó en Wilmington: primero la hija mayor, Laura, luego Julieta, Mariana y Andrea con Hernández Zavala. Para entonces, Zavala había dejado su trabajo de jardinería de 10 años y comenzaba su transición a la construcción, lo que les mejoró la condición económica.

Las hijas menores aprendieron inglés asistiendo a la escuela secundaria y trabajando en lugares de comida rápida; las hijas mayores tomaron cursos gratuitos de inglés ofrecidos por iglesias y organizaciones cercanas, y además trabajaron limpiando casas. Y todas ellas también empezaron a hacer arte.

Quizás la creatividad de las hijas Zavala salió a relucir en Wilmington porque en México la angustia de sobrevivir lo abrumaba todo; o tal vez fue la renovada proximidad a su padre lo que desató el boom creativo.

Laura Zavala comenzó a hacer piñatas que ahora se venden en Amazon. “Y como es tan difícil secarlas en invierno”, dijo, “comencé a combinar este negocio con un negocio de bordado de camisetas para empresas y escuelas”.

Mariana Zavala comenzó a estudiar en Delaware Community College y, junto con su hermana Andrea, diseña mandalas como terapia en días difíciles después de la jornada de trabajo en Bank of America.

Julieta Zavala ingresó a diseño de modas en University of Arts en Filadelfia y se ha convertido en una de las principales diseñadoras latinas en Delaware y Pensilvania. Ha participado en el evento del Día de los Muertos de Viroqua Wisconsin y en Filadelfia en Taco Fiesta, Love Park, en el desfile del Orgullo, y en el festival Catrina Fashion Runway en Penn Museum, entre otros.

Julieta reutiliza y recicla materiales en sus diseños, algo que también hace su padre, usando restos de materiales de construcción para crear flores, árboles, pulseras, móviles y más.

In 2017, Mariana convinced the family to take all their crafts to the Cinco de Mayo festival to sell. The En 2017, Mariana convenció a la familia de llevar sus artesanías para venderlas en el festival del Cinco de Mayo. El trabajo de las hijas de Zavala no pasó desapercibido, pero es el arte de Zavala lo que realmente conecta con la gente. “Hay anécdotas que me rompen el corazón”, dijo, contando la vez que tres jóvenes vaciaron sus bolsillos para comprar una de las esculturas de árboles.

Pero esos no son los únicos recuerdos que Zavala tiene. Sentado, rodeado de sus hijas y su esposa, recuerda a su padre. “Era un señor de rancho, no sabía de construcción, pero cavaba con un pico donde le dijeran”.

“Se llamaba Irineo”, dice Zavala, “pero le decían Irene o “chaparrito” por lo pequeño que era”.

Trabajando en la segunda línea del Metro de Ciudad de México, en Cuatro Caminos Taxqueña, Irineo encontró unas vasijas que se llevó a casa. Cuando Zavala las vio decidió imitarlas con el lodo que salía de su casa cuando llovía. Cuando su padre regresa a casa y ve la imitación, le dice “hijo, tú tienes algo, pero te voy a enseñar a hacer arcilla de verdad”. Zavala tenía cuatro años. “Aunque trabajaba muchas horas, en su tiempo libre me enseñaba a leer y a escribir, a sumar y a restar”.

Las vasijas terminaron siendo prehispánicas y eran parte del famoso tesoro del Zócalo en la construcción del metro en una de las ciudades capitales más grandes de América Latina. Zavala no sabe dónde terminaron esas vasijas.

Ahora con su familia en Wilmington, Zavala recuerda las dificultades y las alegrías, y sobre todo, agradece esa segunda oportunidad que le dio la vida de vivir sin tanta necesidad. La segunda oportunidad que todos merecen, hasta el cobre que sale de la construcción.